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Dos ingenieras solares indígenas

cambiaron su pueblo en Chile

Liliana y Luisa Terán, dos mujeres indígenas atacameñas que viajaron a la India a capacitarse en energía solar fotovoltaica, consiguieron no solo cambiar su destino, sino el de todo Caspana, una aldea chilena escondida en una bella quebrada en pleno desierto de Atacama.

“A la gente le costó aceptar lo que nosotras aprendimos en la India. En un principio no lo vieron con buenos ojos, porque éramos mujeres, pero de a poco se fueron entusiasmando y ahora nos respetan”, reconoció  Liliana Terán.

Su prima, Luisa, recordó que antes de viajar a Asia, en el pueblo había más de 200 interesados en contar con energía solar, pero cuando supieron que serían ellas las encargadas de la instalación y el mantenimiento de paneles y baterías, el número se redujo a 30.

“Es que en este pueblo hay un consejo, una comunidad, que componen los viejos, los abuelos, y que toma todas las decisiones. Es un grupo al que yo jamás perteneceré”, afirmó Luisa, con un suspiro que refleja que su decisión es garantía de su libertad.

Liliana y Luisa Terán, dos mujeres indígenas atacameñas que viajaron a la India a capacitarse en energía solar fotovoltaica, consiguieron no solo cambiar su destino, sino el de todo Caspana, una aldea chilena escondida en una bella quebrada en pleno desierto de Atacama.

“A la gente le costó aceptar lo que nosotras aprendimos en la India. En un principio no lo vieron con buenos ojos, porque éramos mujeres, pero de a poco se fueron entusiasmando y ahora nos respetan”, reconoció  Liliana Terán.

Su prima, Luisa, recordó que antes de viajar a Asia, en el pueblo había más de 200 interesados en contar con energía solar, pero cuando supieron que serían ellas las encargadas de la instalación y el mantenimiento de paneles y baterías, el número se redujo a 30.

“Es que en este pueblo hay un consejo, una comunidad, que componen los viejos, los abuelos, y que toma todas las decisiones. Es un grupo al que yo jamás perteneceré”, afirmó Luisa, con un suspiro que refleja que su decisión es garantía de su libertad.

Ella tiene 43 años, es deportista, soltera y con una hija de crianza, ejerce de agricultora familiar y artesana en pintura rupestre. Después de terminar la escuela secundaria en Calama, la capital del municipio ubicada a 85 kilómetros, hizo diversos cursos, incluyendo algunos de pedagogía.

Liliana, de 45 años, casada y con cuatro hijos y cuatro nietos, se dedica a limpiar el refugio del pueblo y a la pequeña agricultura familiar. También terminó la secundaria y ha hecho cursos de turismo porque cree que en esa actividad complementaria a la agricultura permitirá taponar el éxodo de la gente del pueblo.

Pero estas mujeres, de ojos algo rasgados y piel curtida por el sol del desierto, de voz dulce y vida de sacrificios, son las encargadas de otorgar a Caspana al menos una parte de la autonomía energética que su pueblo requiere para sobrevivir.

Caspana, que en la lengua kunza, extinguida a fines del siglo XIX, significa “hijos de la hondada”, se ubica a 3.300 metros sobre el nivel del mar, en una zona profunda del valle de El Alto Loa. Tiene oficialmente 400 habitantes, aunque solo 150 están toda la semana, mientras otros vuelven los fines de semana, explica Luisa.

Pertenecen al pueblo atacameño, también conocido como atacama, kunza o apatama, y que actualmente subsiste en el noroeste de Argentina y el norte de Chile.

“Cada año se van 10 familias de Caspana principalmente por los estudios de los niños y el trabajo de los jóvenes”, explicó.

Hasta 2013, la aldea contaba solo con un generador eléctrico que le otorgaba a cada casa dos horas y media de luz en la noche. Cuando el generador fallaba, lo que era frecuente, quedaban a oscuras.

Ahora, el generador es solo una alternativa para las 127 casas que adquirieron autonomía de tres horas diarias de luz, gracias a la instalación solar que las dos primas realizaron.

La aldea indígena de Caspana, situado a 3.300 metros sobre el nivel del mar, en el desierto de Atacama, en el norte de Chile. Sus 400 habitantes viven de la pequeña agricultura, como indican orgullosos en una piedra a la entrada del lugar. Ahora, gracias al esfuerzo de dos mujeres tienen electricidad en sus viviendas, generada por paneles solares, que son ya parte de su paisaje. Crédito: Marianela Jarroud/IPS

Para la generación de energía, cada vivienda cuenta con un panel de 12 voltios, una batería de 12 voltios, una lámpara LED de cuatro amperios y una caja de control de ocho amperios.

Este equipamiento fue donado en marzo de 2013 por la empresa italiana Enel Green Power. También fue responsable, junto al Servicio Nacional de la Mujer y la Secretaría Regional Ministerial de Energía, de la capacitación de las dos primas en el  Barefoot College (Universidad Descalza), famosa organización social de India.

Hasta el momento, 700 mujeres de 49 países de Asia, África y América Latina tomaron este curso para convertirse en “ingenieras solares descalzas”.

Ese título las hace responsables de instalar, reparar y dar mantenimiento a las unidades fotovoltaicas en sus aldeas, por un período mínimo de cinco años, y armar un taller electrónico rural, donde guardar los componentes necesarios y que funcione como una minicentral eléctrica con una potencia de 320 vatios por hora.

Las dos primas viajaron en marzo de 2012 a la aldea india de Tilonia, en el estado noroccidental de Rajastán, donde se encuentra la sede de la universidad de educación popular.

No lo hicieron solas, en la aventura también participaron las quechuas Elena Achú y Elvira Urrelo y la aymara Nicolasa Yufla, que viven en otras aldeas del desierto de Atacama, en la región de Antofagasta.

“Nos llegó un aviso de que buscaban mujeres entre 35 y 40 años para capacitarse en la India. Me interesó mucho, pero cuando me dijeron que eran seis meses, dudé. ¡Era mucho tiempo lejos de la familia!”, recordó Luisa.

Impulsada por su hermana, que se hizo cargo de su hija, decidió emprender la travesía, pero sin decir nada a nadie.

Allá se encontraron con una realidad opuesta a la que, aseguran, les habían prometido. Dormían en colchonetas sobre camas duras de madera, las habitaciones estaban llenas de bichos, no podían calentar agua para asearse y la comida era completamente distinta.

“Sabía a lo que iba, pero igual me tomó tres meses adaptarme, principalmente a las comidas y al calor inmenso que hacía”, relató.

Hoy recuerda entre risas que pasó mucho tiempo enferma del estómago. “Eran demasiadas frituras”, dijo. “Adelgacé muchísimo porque los seis meses solo comí arroz”, añadió.

Luego, mirando a Liliana, estalló en risas y recordó: “Ella también comió solo arroz, pero engordó”.

Liliana contó que en Chile su familia la esperaba con asado (parrilla), empanadas (masa rellena) y sopaipillas (masa frita). “Pero yo solo quería sentarme y comer una cazuela, un pedazo de carne”, dijo, en referencia a un plato típico consistente en una sopa que contiene carne, papas y zapallo (calabacín).

A su regreso, ambas comenzaron a implementar lo aprendido. Por una módica suma, equivalente a 45 dólares, instalaron el kit solar en las viviendas del pueblo, construidas con piedra liparita (pómez) y techos de barro.

Actualmente, la comunidad les paga unos 75 dólares a cada una por el mantenimiento bimensual de los 127 paneles que lograron instalar en el pueblo.

“Nosotras nos tomamos esto en serio. Por ejemplo, le exigimos a Enel que los materiales no fueran los básicos, sino que entregaran todo lo necesario para la instalación”, dijo Luisa.

“Llegaron baterías malas, más de 10, y pedimos que las cambiaran, pero dijeron que no, que hasta ahí llegaban ellos”, recordó. La empresa les hizo firmar, además, un documento donde se daba por concluida la relación.

“Así que ahora hay más de 40 casas en espera para tener luz solar”

“Nosotros queremos ampliar la capacidad de las baterías, que los paneles nos sirvan para conectar un refrigerador, por ejemplo. Pero lo más urgente ahora es instalar en esas 40 casas que lo necesitan”, reflexionó.

Sin embargo, “alguien de este pueblo no tiene (plata) para pagar un kit solar”, reconoció, por lo que deben ser donaciones.

Pese a todo, ambas reconocen que están contentas, que ahora se saben importantes para su aldea y que, pese a todas las dificultades, y de la extrema pobreza de la que, dicen, fueron testigos en India, volverían a viajar.

“Estoy súper satisfecha y contenta, la gente nos valora, valora lo que hacemos”, afirmó Liliana.

“Muchos ‘viejos’ tuvieron que esperar a ver el primero de los paneles instalados para convencerse de que esto servía, que nos podía ayudar y que valía la pena. Y hoy, el resultado, ya lo ve: hay lista de espera”, añadió.

Luisa cree que ellas han contribuido a que en Caspana cambie la percepción sobre las mujeres, porque los mismos patriarcas del consejo reconocen que pocos hombres se hubieran atrevido a viajar tan lejos a aprender algo para beneficio de la comunidad. “Algo ayudamos a que haya más respeto por todas las mujeres”, dijo.

Incluso la Municipalidad de Calama, de la que depende Caspana, al ver su trabajo y ante su insistencia las apoyó con la instalación de paneles para la luminaria pública y ahora los servicios públicos básicos, como el consultorio médico, cuentan con energía solar.

“Cuando pinto, a veces viene a acompañarme  una vecina o un vecino. Y después de un rato, me preguntan por el viaje. Y yo lo revivo, les doy detalles. En el fondo sé que esta experiencia me acompañará toda la vida”, aseveró Luisa.

La escuela primaria de Caspana, a 1.400 kilómetros al norte de Santiago de Chile. Dos primas indígenas, capacitadas como ingenieras solares, lograron que las autoridades municipales pusieran paneles solares para iluminar las edificaciones públicas y sus pocas calles, mientras ellas instalaron los paneles en 127 de sus viviendas. Crédito: Mariana Jarroud/IPS

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